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Rothfugio

De paso por Chile (2º Bloque)

De paso por Chile (2º Bloque)

[3ª PARTE]

Después de una semana aislado en mitad del bosque, pongo aquí mis experiencias, que he ido escribiendo de a poquito para intentar no pasar nada por alto, o al menos nada de lo importante (aunque cuento con que habré omitido sin querer un montón de detalles). Siento que resulte tan largo, pero ya que lo he escrito del tirón, prefiero que quede así.

El lunes partimos Juanito, nuestro technician zapador, Jesús y yo de Santiago en el vuelo de las 11:20, y aterrizamos finalmente en Puerto Montt un poquito antes de las 13:00. Recogimos la camioneta alquilada (un Mitsubishi L200 rojo y bien chulo) y nos dirigimos a La Picada, el lugar que habría de ser nuestro hogar durante los siguientes días. Después de un largo camino pasando por Puerto Varas, Las Cascadas y justo antes de Puerto Octay (he de decir que decidimos tomar el camino “corto”, esto es, por el Suroeste del lago Llanquihue, en lugar del Este y Norte del mismo, porque era más largo, pero tardamos mucho más debido a la carretera), y con los intimidantes volcanes Calbuco y Osorno siempre presentes (y ahora abro un nuevo paréntesis para apuntar que durante dicho trayecto tiré más de 100 fotos a los volcanes, sobre todo al Osorno, y que afortunadamente alguna quedó hasta bien, sobre todo porque la mayoría fueron desde el coche en marcha), llegamos al refugio de la señora (Guiller)Mina. En realidad decir refugio es una exageración, porque el lugar donde nos hemos dejado caer por las noches y que nos ha servido de campamento base era una cabaña o, mejor dicho, choza de madera y contrachapado regularmente apañada (pero que ya lleva unos cuantos años en funcionamiento) y realmente sucia. Por tanto, el operativo inmediato era limpiar y desinfectar bien todo el lugar (por aquello del Antavirus, que lejos de ser sano no lo es en absoluto precisamente) y colocar trampas para ratones por todas partes. Después de eso, almorzamos (a las 19:30 pasadas) y organizamos un poco los preparativos del día siguiente, que iba a ser el primer día de campaña sensu estricto. Por último, nos tomamos un ratito de relax con una cervecita bien fría y prontito a dormir porque estábamos agotados del día de trajín que habíamos tenido, o por lo menos yo.

Después de una noche no muy mala, con frío y pesadillas francamente horribles, me levanté, tomamos el desayuno con café y tostadas de jamón (riquísimas) y marchamos a explorar la zona por la que señalar objetivos. Harto el paseo, decidimos que era buen sitio para marcar y nos pasamos a saludar a un lugareño que vive en las inmediaciones para preguntarle por otras zonas a las que ir y por dónde cruzar el río. Volvimos a la cabaña, nos tomamos un tentempié con papas, cerveza y jote hasta la hora de almorzar (¡completos con arroz!). Por la tarde seguimos muestreando buscando otras zonas más propicias y después de una buena pateada volvimos para cenar una buena sopita caliente porque ya estábamos bastante fríos. Y después de eso, a dormir como campeones.

El miércoles amaneció algo más despejado que el día anterior, pero no lo suficiente. Tras la noche, esta vez con un plumón de ganso en condiciones con el que pasé menos frío, desayunamos de nuevo a lo grande y fuimos a revisar nuestro trabajo del día anterior. Sin mucho éxito, salvo unos cuantos individuos no deseados, y tras haber retirado un par de “colilargos” de la casa, que hacen más que estorbar, preparamos el almuerzo (tallarines, mmmm…) y con energías renovadas marchamos de “excursión” hacia el volcán. Llegamos hasta donde la camioneta nos permitió, pasamos a ver a los guardaparques y visitamos los antiguos refugio y mirador. Fotografiamos y tomamos vídeos por doquier del paisaje, del volcán Osorno, del Lago de Todos los Santos y todas las vistas desde allí arriba (realmente impresionante), y después de una tremenda caminata de más de dos horas llegamos a la misma ladera del volcán, donde degustamos el manjar de la nieve con harina tostada y azúcar (riquísima, de verdad). (En este momento tengo que hacer un inciso para remarcar la sensación tan increíble que es estar allá arriba, en mitad de la montaña, con un paraje inigualable y sabiendo que no hay civilización hasta muchos kilómetros de distancia. Las vistas son indescriptibles, y es una pena que la cámara no capte la belleza de ese lugar. Si tenéis oportunidad de visitar esta región, no la perdáis). Con muchísima niebla, viento y frío conseguimos bajar de nuevo al camino y retornamos a la casa. Eso sí, dimos buena cuenta en fotografías de toda la fauna que encontramos: escarabajos, hormigas, grillos, lombrices, arañas, ranas, sapos, lagartos, topillos, ratones, caballos, zorros, llamas y marsupiales. Ah, y me traje de recuerdo una piedra volcánica de la ladera del Osorno, eso que no faltara. Por último, no hubo éxito tampoco en la primera intentona de pesca, pero todo se andará, pensé yo. Nos relajamos un poco bajo el sol (abrasador sin capa de ozono e igualmente peligroso) y preparamos la cena. Y qué bien dormimos esa noche después del cansancio del día…

 El jueves amaneció, para nuestra alegría y frustración, completamente despejado. Alegría porque seguíamos teniendo buen tiempo para el trabajo, pero frustración porque el día anterior había resultado ser, después de todo, el peor para visitar las inmediaciones del volcán; esta vez podría haberse visto completamente todo sin ningún tipo de problema, pero qué le vamos a hacer… Por fin, el primero de nuestros objetivos estaba cumplido, conseguimos encontrar lo que andábamos buscando, además de un inesperado visitante que, ante la incertidumbre, “se vino con nosotros”. Procesadas las muestras y llegada la tarde bajamos a Las Cascadas, el pueblo más cercano donde comunicarnos con el mundo exterior con teléfono e internet, aunque yo no hice uso de ninguna de las dos cosas hasta llegar a hoy mismo lunes en Santiago (gracias a lo cual podéis leer esto). Las Cascadas es un pueblo curioso, con poquitos habitantes y perdido en mitad del campo, pero bien arreglada la Plaza de Armas, eso sí, y con un pan exquisito del que dimos buena cuenta más de un día, además de la delicia de los berlines, unos bollitos rellenos de crema absolutamente exquisitos. Una de las cosas más bonitas del pueblo es que tiene la playa a escasos metros. Por supuesto cuando digo playa me refiero a la orilla del Lago Llanquihue, con unas vistas alucinantes al volcán Calbuco, arena volcánica (casi negra), un agua cristalina (y fría) y el contraste de todo ello mezclado con el bosque. Imaginad la vista del atardecer con el sol de cara engullido en el horizonte por el agua del lago…

 Viernes. Como de costumbre, a eso de las 7:00 a.m. arriba, a revisar el trabajo (frustrante de nuevo, sin nada de interés) y a seguir. Todos los días acababa un poquito cansado, sudando a mares con toda la ropa para la lluvia encima y al final pasando frío (al menos no llovía, porque habría sido la debacle), pero venía bien moverse un poco por el bosque, para qué mentir. El bosque por cierto, se me antojaba una mezcla entre Perelín La Selva Nocturna, el Bosque de Fangorn y La Comarca, y moviéndose entre tal jungla yo tenía al mismo tiempo las imágenes de las selvas de “Depredador”, “Parque Jurásico” y a saber qué más cosas. La sensación de estar completamente rodeado por la inmensa (y harto densa) cantidad de vegetación era única, y más de una vez quedé maravillado con la cantidad de verde (pero verde verde, intenso) que tenía alrededor. Por supuesto, la vegetación era completamente distinta a la que estamos acostumbrados en nuestras latitudes, y aunque cuentas con ello, verlo en persona siempre choca, o al menos a mí, que miro todo al detalle. Quila, notro, nalca, arrayán y multitud de gigantescos helechos, musgos, líquenes y hongos conviven de tal manera que rara vez pisas el suelo verdadero del bosque, y ni mucho menos lo ves. Las raíces se enredan por todas partes y encuentras ramas y lianas colgando desde lo más alto. Y cuando estás en lo más profundo entiendes por qué toda la madera a pie de suelo está completamente podrida con tal cantidad de humedad y la poca luz que le llega. Al pasar por entre los árboles te topas de repente con inmensas telarañas tremendamente variadas en su forma (que también dan una idea de la diversidad y el apogeo de los arácnidos). Por la tarde decidimos darnos un paseo turístico a los Saltos del Río Petrohué. He de concretar que toda esta zona de la X Región está enmarcada en el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, y en general todo es precioso. Pero en concreto esta reserva es brutal; el espectáculo de la bajada del río es único, el estruendo del agua ensordecedor, y la belleza de las aguas cristalinas es inimaginable, con esos resplandores azules y verdosos que yo sólo había visto en películas. Las rocas, las montañas y el paisaje desde allí son verdaderamente alucinantes, y todo el tiempo estábamos diciendo cosas como “¡Qué maravilla!”, “La verdad es que esto es muy bonito” o “Hazme una foto aquí que se vea el volcán” (esto último sobre todo yo, para qué negarlo). Después nos dirigimos al mismo pueblo Petrohué, que básicamente es un puerto en el fin del Lago de Todos los Santos con el río Petrohué, sin nada más que un hotel, unas cabañas para turistas (toda la región está repleta de negocios de alojamiento en cabañas) y un estacionamiento desde donde se llega a la vista majestuosa del lago y la cordillera y cuyo precio es “voluntario”, como decía el señor que se encargaba de aquello. Y como ya habíamos terminado, a cenar pasando por Las Cascadas a comprar más pan y berlines.

 El sábado el trabajo fue de nuevo alentador, repetimos éxito. El problema fue que por la tarde comenzó a llover, y duró lo suyo hasta la madrugada. Así que visto el panorama decidimos cambiar de planes y volver a Santiago ayer domingo y en avión, en lugar de conduciendo (son unos 1000 Km., así que la decisión tenía su razón de ser). Aquí diré que tuve un pequeño accidente que podría haber acabado mucho peor; al colarme junto al río por entre los árboles tropecé con unas raíces y caí de bruces contra el suelo, rodando hacia el terraplén. No sé si por fortuna, casualidad o designio divino un árbol de tronco no muy grueso frenó mi caída hacia el terraplén, que tenía una altura de unos diez o doce metros. En el momento no le di mucha importancia, pero al rato y pensándolo fríamente me di cuenta de que podría haberme quedado ahí, dándole de comer a los peces del Río Blanco (de verdad que después lo pensé y me dio miedo). Hablando del río, aproveché uno de los ratos libres del mediodía para emular a mi tocayo Redford en “El río de la vida” caña en mano, pero he de decir que tampoco tuve suerte esta vez, así que me quedé sin presa que fotografiar. Afortunadamente, el hermano de la señora Mina, llamado Fredi según creo, nos regaló las tres truchas que había pescado para que cenáramos. Este hombre es un auténtico ermitaño, vive solo en su choza a unos pocos metros de donde estábamos nosotros, vive del campo, de sus gallinas, de su pesca y de su huerto, y cuando procede ayuda a quienes se alojan allí en lo que necesitan. Nos ayudó con la bomba de agua (con una auténtica toma de tierra, lástima que no sacara foto de aquello), con “las trampas” (la historia de talar el árbol se contará en otra ocasión), nos regaló pan, pescado… La verdad es que es un hombre realmente entrañable, y puedo decir que le entendía casi todo de lo que decía (al marido de la Mina no había quien lo entendiera, con razón me dijeron que en el sur de Chile no se le entiende a la gente, porque los que viven en lo profundo son profundos pero de verdad…).

 Total, que el domingo amanecimos aún antes para recoger todo el tinglado y… ¡premio: segundo objetivo cumplido! Increíble, justo cuando recogíamos todo ahí teníamos lo que tanto ansiábamos. Con una sensación de alegría perenne (empañada por la fiebre de uno de nuestros integrantes, esperemos que no dure) terminamos de recoger, cocinamos la “receta original” de los pescados del caballero Fredi y partimos rumbo de vuelta a Puerto Montt, esta vez por el “camino largo”, pasando por Puerto Octay (que por lo poco que pude ver me pareció muy bonito, dicho sea de paso). Llegamos a Puerto Montt, depositamos nuestro vehículo arrendado y pasaré por alto los avatares hasta sacar el pasaje de vuelta a Santiago, porque eso merece consideración aparte (no es que sea muy largo, pero es un poco de coña). El vuelo fue fantástico, un tiempo muy agradable y con adelanto de casi media hora, así que llegamos bastante bien. Nos recogieron, fuimos a la universidad a dejarlo todo y volvimos a casa a deshacer las maletas, organizar un poco las cosas y acostarnos, porque el cansancio hacía mella a base de bien, y eso que apenas eran las 22:00 cuando nos fuimos a dormir…

 Y aquí estamos hoy, promete haber jaleo de trabajo con todo lo que hemos traído, pero espero poder poner al día mi correo electrónico, porque me temo que debe de estar a reventar (espero que no haya nada importante esperándome en la bandeja de entrada). Lo cierto es que esta semana se me ha pasado volando, pero paradójicamente parece que hace una eternidad que llegamos a Chile; es bastante contradictorio, aunque yo ya no me sorprendo de mi percepción del tiempo, porque varía más que las opiniones de los políticos. Eso sí, quiero dejar constancia de lo que he disfrutado en estos días; he batido mi récord de nuevo en lo más lejos que he estado de casa (tengo que mirar el mapa para asegurarme de cuántos kilómetros son; sí ya sé que vosotros habréis viajado más, pero yo no me muevo mucho porque no tengo oportunidad), gracias a Juanito he conocido y degustado las delicias del merquén, el jote, los berlines, el arroz graneado, las corbatitas, las trucha con cebolla (“receta original”), la nieve con harina (nos quedó pendiente el curanto y la ensalada de nalca, para otra ocasión) y las artes de la pesca, y he gozado viendo multitud de bandurrias y tiuques a escasos metros en pleno esplendor.

 En resumen, si es que puedo resumirlo, ha sido una experiencia única.

 P.D.- Y se me ha vuelto a pegar el sol, arghh…

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